Europa, el combate contra los mercados. Fuente: Le Monde Diplomatique. Julio de 2010

Le Monde Diplomatique; Año IV, Numero 38 Julio 2010

por James K. Galbraith

El veredicto de los gobiernos europeos es unánime: para responder a los ataques de las finanzas, será necesario imponer el rigor presupuestario y la reducción de salarios. Una solución ideal para comprometer a la economía en la vía de la deflación y acentuar la ruptura social. Ahora bien, ¿no se puede imaginar algo completamente distinto?

A comienzos de enero pasado, el gobierno griego convocó de urgencia a un areópago de expertos en economía. Entre ellos se encontraba un funcionario del Fondo Monetario Internacional (FMI), que le explicó secamente al primer Ministro que debía desmantelar el Estado de Bienestar. Otro consejero, proveniente de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), dijo con tono jovial: “una decisión que horroriza a todo el mundo, incluso a vuestros propios partidarios, no puede ser más que una buena decisión”.

El fundamento de estas proposiciones es conocido: los mercados ordenan a los Estados apretarse el cinturón. Los compradores de obligaciones son los únicos jueces de los planes de austeridad consentidos por los gobiernos. Sólo ellos deciden si se dan o no las condiciones para tener confianza en la capacidad de un Estado para reembolsar su deuda. Si un país se somete a una disciplina presupuestaria de hierro y las tasas de interés se hacen soportables, las compuertas del crédito volverán a abrirse.

Pero esta teoría presenta un gran defecto: las promesas no cuestan nada. Aun cuando los Estados se sometan para complacer a los mercados, hace falta tiempo para que las medidas de austeridad entren en vigencia y alcancen su objetivo. El refinanciamiento (“El idioma de las finanzas”, pág. 9) de una deuda existente se apoya en el anuncio de reformas que todavía no han tenido lugar, es decir, sobre la confianza que los mercados le otorgan a la buena fe del deudor. Pero, ¿cómo un Estado considerado irresponsable puede inspirar tal confianza? Por más que Grecia ha jurado su determinación de despojar a funcionarios y jubilados, el plazo de su deuda se cumplirá antes de la ejecución de sus promesas. Por eso la paradoja: cuanto más se compromete Atenas a restringir los gastos, más desafiantes se vuelven los mercados que trataba de engatusar.

Esta situación ha arruinado de hecho la idea según la cual un programa de austeridad bastaría para desbloquear el mercado del crédito en condiciones aceptables para Grecia. El único medio de evitar el no pago reside, en consecuencia, en una inyección masiva de fondos europeos que no sigan la forma de actuar de los mercados. Para el gobierno griego, la pregunta se ha convertido en: ¿cómo persuadir a la Unión Europea (UE) para que ponga la mano en el bolsillo?

El tiempo se acaba

Este desafío ha propulsado la crisis económica en medio de un juego de ajedrez político. Atenas debe proseguir con sus anuncios de recortes drásticos y de “reformas”, no para tranquilizar a los mercados, sino para satisfacer a Angela Merkel. Porque se supone que el electorado de la canciller alemana no tolera un “plan de salvataje”, a menos que el pueblo griego soporte sacrificios espectaculares. Durante este tiempo, el gobierno de Georges Papandreu demostró ostensiblemente su fidelidad al euro y a sus acreedores, al mismo tiempo que recordaba a París y a Berlín que, en la hipótesis de un rechazo de su asistencia, el derrumbe de la casa griega precipitaría la ruina de España y Portugal.
En el plano económico, este escenario suscita perplejidad. Porque las medidas de austeridad prometidas traerían consigo más desempleo y menos ingresos fiscales; por lo tanto, no puede esperarse que reduzcan notablemente el déficit presupuestario. Amputar el consumo griego –tal como lo preconiza el programa del FMI– se traduciría, además, en pérdidas de empleos en las industrias alemanas y francesas que venden una parte de sus mercancías a Grecia.

Como el euro prohíbe cualquier devaluación, tampoco se puede contar con ganancias de competitividad. Las medidas capaces de aportar un tubo de oxígeno momentáneo –es decir, poner a régimen a la función pública y las reformas fiscales–serían aun más difíciles de aplicar en una atmósfera de penuria social y de tasas de interés exorbitantes.

Ahora que el tiempo se acaba, los dirigentes europeos se debaten todavía entre sus reglamentos bizantinos, su unión de cartón-piedra, sus preocupaciones políticas inferiores y su percepción limitada del problema. Altos responsables recalcan con fanatismo que oscuros recortes en los gastos públicos galvanizarían el crecimiento económico. Sus análisis terminan en un desastre. Como la canciller alemana parecía haber rechazado el plan de salvataje, un viento de pánico cundió en la zona euro. El precio de los contratos de seguros para la falta de pago (credit default swaps, o CDS) subió inmediatamente para España, Portugal y sus bancos, síntoma de la fragilidad de un sistema financiero europeo en penuria crónica de garantías de depósitos a escala europea. Merkel dio su consentimiento a regañadientes.

El chantaje

Los acontecimientos llevaron rápidamente a los actores del drama a una segunda revelación. La decisión de proteger a Grecia de la quiebra, en lugar de calmar las tensiones, las reavivó. En efecto, imagínense ustedes que poseen títulos de la deuda portuguesa. Como su rendimiento se vuelve incierto, ustedes desean desembarazarse de esos títulos o adquirir un CDS. Las obligaciones portuguesas se deprecian aun más, haciendo más difícil la obtención de nuevos préstamos para Lisboa. Para los mercados financieros, el mejor medio de garantizar los pagos consistiría en cerrar el mercado de obligaciones privadas y –como Grecia– chantajear a la UE. Así, un plan de salvataje estaría prácticamente logrado, sobre todo porque Portugal goza de una reputación de país menos “irresponsable” que Grecia. Después de Portugal vendría España.
En resumen, los especuladores tienen el poder de imponer una “europeización” de las deudas mediterráneas. Ése es el poder que se ejerció a mediados de mayo. El pánico de las capitales europeas obedecía al mismo mecanismo que hizo temblar a Estados Unidos en septiembre de 2008: la extravagante presión ejercida por los mercados sobre los indecisos representantes políticos. Como toda víctima de chantaje, el presidente Nicolas Sarkozy montó en cólera. A su vez, en una parodia de autoridad política, la canciller Merkel anunció la prohibición de vender en descubierto obligaciones del Estado (una técnica que permite a los especuladores vender títulos que no poseen). Una represalia bastante poco disuasiva. ¿Pero que más podían hacer? Las ventas de obligaciones o de CDS de Grecia, Portugal y España pueden efectuarse fuera de Europa, en Nueva York o en las islas Caimán, por ejemplo. Ante la menor apariencia de presión, los especuladores se agrupan para lanzar un nuevo ataque.

Las centenas de miles de millones de euros movilizados por la UE calmaron las cosas por un tiempo. Pero rápidamente una evidencia saltó a los ojos: los países miembros de la UE sólo pueden encontrar dinero tomándolo prestado unos de otros. Porque tienen prohibido crear nuevas reservas, así como les resulta imposible alentar simultáneamente el crecimiento y enjugar las deudas, algo que sólo el Banco Central Europeo (BCE) está en condiciones de hacer.
Al comienzo de la crisis, el papel que desempeñó el BCE estuvo particularmente falto de claridad. Contra sus propios principios, terminó por comprar grandes cantidades de títulos de deudas soberanas. Al hacerlo, tomaba el control del problema de la deuda, pero al precio de un euro más elástico. Ahora ocurre lo que debía ocurrir: el euro deja su podio de divisa “dura” para iniciar una ineluctable declinación. Las febriles declaraciones del presidente del BCE, Jean-Claude Trichet, jurando por todos los dioses que él “no haría imprimir billetes” (1) sino que se contentaba con reciclar los depósitos a plazo, no hicieron más que incrementar la confusión; se instaló la sospecha de que los dirigentes de la UE habían perdido la cabeza. Y el pánico aumentaba…

Al borde de la quiebra

Tanta confusión sirvió al menos para descubrir uno de los tres pilares de la prudencia financiera. La buena marcha del sistema supone la existencia de un Estado más influyente que cualquier mercado y que debe poder actuar para garantizar los pagos de la deuda pública –a la manera de la Reserva Federal estadounidense– sin lo cual los mercados triunfan por sobre los poderes públicos, mediante el viejo juego de “dividir para reinar”. Europa desplegó inmensos esfuerzos para crear un “mercado único”, pero sin establecer los medios para controlarlo y decretando que el BCE no inyectaría moneda suplementaria en el sistema. Al actuar de esta manera, erigió mercados más poderosos que los Estados, y Estados cargados de deudas que se tambalean al borde de la quiebra. Sólo el BCE puede remediar esta ceguera, abandonando el estatuto que traba sus acciones.
¿Hasta dónde el BCE inyectará liquidez, copiando la política puesta en práctica por la Reserva Federal en el otoño boreal de 2008? Una cosa es segura: aun cuando el BCE mute en esa dirección y ponga un término a la crisis financiera, la crisis económica se va a amplificar. Cada país “salvado” recibirá justo lo suficiente para pagar a sus acreedores, a cambio de una reducción implacable de sus gastos públicos. Los bancos son los que saldrán ganadores, no las poblaciones. El hombre del FMI consultado por el gobierno griego habrá ganado su apuesta y Europa se hundirá en la recesión.

A menos que cambie de política; que las fuerzas sociales que edificaron el Estado de Bienestar se levanten nuevamente para defenderlo y que la UE tome conciencia de su malformación constitucional: la inexistencia de un dispositivo integrado de estimulación macroeconómica.
Europa necesitaría un régimen fiscal integrado, un Banco Central dedicado a la prosperidad económica y un sector financiero colocado en la imposibilidad de causar daño. Antes que nada, le falta un mecanismo presupuestario automático volcado hacia el pleno empleo, que controle la recesión y compense las caídas de la demanda en las regiones más pobres. Un sistema así no debería apoyarse sólo en la acción gubernamental, sino sobre los propios ciudadanos.

La respuesta apropiada

Desde un punto vista puramente técnico, existen medios bastante simples para lograr este objetivo. La creación de una caja de jubilaciones de la UE podría servir, por ejemplo, para armonizar el nivel de las jubilaciones entre los países miembros, con el fin de que los ex trabajadores de Portugal, de Grecia o de España gocen de las normas vigentes en los países más avanzados. De la misma manera, puede imaginarse un sistema integrado que garantice un salario mínimo decente para todos los trabajadores de la UE. Un Banco Europeo de Inversiones podría financiar la creación de universidades tradicionales y garantizar una enseñanza de calidad desde el norte hasta el sur. El principio básico es que la única respuesta apropiada al desempleo masivo y a los déficits presupuestarios resultantes consiste en incrementar los gastos públicos, no en disminuirlos.

Algunos objetarán que tal escenario conduciría a imponerles impuestos a los alemanes en beneficio de los griegos. Pero este argumento no tiene ningún sentido desde un punto de vista económico. Se trata más bien de movilizar los recursos no utilizados a través de toda Europa y de integrarlos al circuito productivo. Tal orientación no induciría de ninguna manera un costo suplementario para aquellos que ya disponen de un empleo, ya que el suministro de bienes y servicios destinados a todos se desarrollaría de manera rápida. Un sistema fiscal integrado permitiría, en cambio, frenar la evasión fiscal que gangrena a Grecia y a otros países del sur de Europa. Es cierto que las reformas suponen impuestos más pesados, pero afectarían a los ricos de los países pobres y no a los pobres de los países ricos.

La experiencia de estos últimos meses sugiere que la tan esperada recuperación difícilmente podrá producirse mientras los mercados mantengan su fuerza de intervención. Señala la necesidad de desarmar al sector financiero para que deje de amenazar a la UE.
También en este caso, la tarea no es insuperable. Supone un esfuerzo de regulación, de imposición y de reestructuración de las deudas de los países mediterráneos. Una regulación ofensiva consistiría en prohibir a toda entidad financiera europea especular con las deudas soberanas de los Estados miembros mediante los CDS, de modo de obligar a los especuladores más decididos a exiliarse en los paraísos fiscales.

Los bancos quebrados como consecuencia de apuestas cubiertas y no cubiertas serían requisados y nacionalizados. Podría instaurarse un impuesto europeo sobre las plusvalías bajo la égida de los gobiernos nacionales. Podría hacerse lo mismo con el impuesto sobre las transacciones financieras, cuya adopción se ha retrasado demasiado aunque ciertamente no sea una panacea. Y si el control de capitales debe reaparecer para detener el contagio financiero, nadie va a morir por eso. Los Estados no pueden permitirse perder el combate que los enfrenta a los mercados financieros: de su triunfo depende la supervivencia de un sistema social más o menos civilizado.
Un cambio radical

En cuanto a la reestructuración de las deudas insolventes, eso exigiría de Europa la instauración de un procedimiento de insolvencia soberana, comparable al capítulo IX de la ley estadounidense relativa a las bancarrotas municipales. Es lo que propone desde hace mucho tiempo Kunibert Raffer, profesor de economía de la Universidad de Viena. Este dispositivo permitiría a los gobiernos mantener los servicios esenciales que deben a sus poblaciones, al mismo tiempo que los liberaría de la parte insostenible de sus deudas. Sin duda, los bancos se verían afectados; pero a los poderes públicos les corresponde limitar los daños, garantizando los depósitos bancarios y tomando las riendas de los establecimientos eventualmente fragilizados por los planes de reestructuración. No obstante, hay que cuidarse de experimentar demasiada compasión por los riesgos que corren los bancos: su oficio consiste en ganar dinero, pero a veces también en perderlo. Por otra parte, la proporción de inocentes en el estado mayor de un banco es mucho más pequeña que en el conjunto de cualquier país.

Semejantes reformas, ¿encaminarían a Europa hacia un super-Estado capaz de asumir sus gastos públicos a una tasa de interés viable y de enfrentar a las agencias de calificación de riesgos y créditos y a los mercados de CDS?, ¿hacia un super-Estado preocupado por controlar a sus bancos antes que ser controlado por ellos? Son los europeos los que tendrán que decidir, llegado el caso.
Seguramente se trataría de un cambio radical. ¿Pero podemos acaso esperar todavía un cambio que no lo sea? ¿Alguien puede dudar todavía de que la arquitectura neoliberal de Europa esté en vías de hundirse? La alternativa es simple: un radicalismo destructor de rigor presupuestario o un radicalismo constructor de pleno empleo. Radicalismo bancario o radicalismo social.

En 1975, cuando era joven y trabajaba para la comisión bancaria de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, participé en la implementación de un plan de salvataje de la ciudad de Nueva York, en ese momento presa de una profunda crisis financiera y económica. Nuestro programa apuntaba a preservar las universidades y el transporte público. Además recomendaba reestructurar la deuda municipal y no lamentarse por las pérdidas que eso les produciría a los tenedores de obligaciones de la ciudad. De pronto, recibí una llamada de Averell Harriman, ex gobernador de Nueva York, y ex embajador de F.D. Roosevelt ante Stalin. Me pedía un informe sobre el estado de nuestro trabajo.

El octogenario Harriman, apenas re-puesto de una fractura de cadera, me recibió en pijama en un sillón de su villa de Georgetown. En la pared, a su derecha, había una copia de Los girasoles de Van Gogh. En una cómoda de vidrio, a su izquierda, una bailarina de Degas. En ese pequeño museo privado, traté de explicar al ex gobernador por qué los miembros del comité preferían reclamar sacrificios a los ricos antes que a los pobres. Asintió con la cabeza, se inclinó hacia adelante sobre su bastón y dijo con una voz cavernosa: “Comprendo. El capital debe pagar, de la misma manera que el trabajo”.
Sobre ese mínimo aspecto, al menos, nada ha cambiado.


 

1 Europe 1, París, 12-5-10.
*Titular de la cátedra de Economía Política en la LBJ School of Public Affairs, Universidad de Texas (Austin). Autor de L’Etat Prédateur, Comment la droite a renoncé au marché libre et pourquoi la gauche devrait en faire autant, Editions du Seuil, París, 2009.

Una cosa es segura:
los bancos son los
que saldrán ganadores,
no las poblaciones. (…) Y Europa se hundirá
en la recesión…
… a menos que las fuerzas sociales que edificaron el Estado de Bienestar se levanten para defenderlo.

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